26 de septiembre de 2011

Perdidos


El día prometía convertirse en un domingo aburrido a pesar de la soleada mañana. Severiano se fue temprano con los amigos a jugar fútbol, pero ella no estaba dispuesta a sentarse sobre la montañita de pasto dos horas y luego hacer buena cara mientras se emborrachaban con cerveza. Pensó en arreglarse y salir, tal vez visitar a alguien, pero en los 20 años de dedicación a su matrimonio había dejado uno a uno todos los amigos, así que estaba sola, no le pesaba pero si lo sentía.

Se puso el pantalón rosado, una camiseta manchada y se dispuso a arreglar el closet del estudio. Trajo un trapo y un balde y sacó una a una las cajas, los papeles, los libros y un par de balones de fútbol desinflados. Mojó el trapo en el agua jabonosa para limpiar el madero pintado de blanco sobre el que podía ver las huellas de las cosas rodeadas de polvo gris. Al limpiar la pared del fondo su mano se hundió con la lámina y su cuerpo perdió el equilibrio haciéndola desparramarse sobre la madera húmeda, sus ojos se abrieron como se abrió el espacio tras la lámina, una extraña habitación la esperaba, gateó para entrar pero su mano se apoyó un objeto blando que chilló, el susto la hizo caer de lleno en el lugar. El patito de hule amarillo la miraba con sus ojos mal pintados, entonces su mente logró ubicarlo en el baño de su cuarto de niña, solía hacerle un sombrero de espuma jugando a espicharlo dentro del agua con la ilusión de que sonara, el recuerdo la alegró. Más al fondo, contra la pared de encajes crema del cuarto de la finca La Hermosa vio la guitarra del tío Ramón, la tercera cuerda colgaba, esa siempre se reventaba, casi escuchó los cuchicheos de Inés y Ernestina que se burlaban de verlo rabiar y despotricar contra el nylon. Reconoció el techo inclinado de la buhardilla y a su nariz llegó el olor de las galletas de limón que subía por las paredes de la casa del barrio Madrid, tenía ocho o diez cuando jugaba con los primos a rodar por la escalera arrastrando con sus colas el tapete hasta el segundo piso.

Sobre el bargueño de la pata rota estaba el florero blanco de porcelana y lo seguían adornando las rosas de tela con su horrible orillo dorado, sonrió recordando la cara de su madre el día que lo sacó de la caja forzando una cara de agrado y la cara de la abuela juzgándola con ojos impenetrables; había sido una de esas suegras que aparentan ser buenas pero de las que no se sabe nada en concreto.

Un brillo en la alfombra persa de su primer apartamento de casada llamó su atención, se arrodilló lentamente, maravillada por lo que veía, lo levantó con cuidado, era el anillo que le dieron el día de sus 15 años, en oro, con una amatista en el centro, extraviado el 16 de marzo del 96, lo recordaba perfectamente porque por esas casualidades de la vida, lo dejó en el baño del restaurante donde celebró sus 30, lo detalló, aún tenía los rastros de crema entre las uñitas que sostenían la piedra, algo en su corazón saltó de emoción y un par de lagrimas de alegría le cayeron por las mejillas compensando todas las que derramó ese día cuando regresó al baño y no lo encontró.

En el sofá de terciopelo rojo del apartamento de su hermano Jorge estaba el gatico de peluche que tanto quiso y que dejó en un taxi al regresar de una cita médica cuando tenía diez o ¿doce? Estaba tan entretenida con las cosas recuperadas que no notó las voces hasta que se convirtieron en risas, buscó su origen, por la delgada ventana de la puerta de cocina de su casa de niña pudo ver siluetas que se movían. Se acercó tímida, se sintió pequeña, logró reconocer a las personas fácilmente, el tío Ramón sonreía con su vestido gris y la pañoleta de seda púrpura en el cuello, recordaba perfectamente su ropa porque quedó muy impactada al verlo en el piso inmóvil y tan bien vestido el día del infarto; Evangelina lo abrazaba emocionada, se veía muy bien, alegre con su vestido de flores, hizo cuentas mentalmente, tenía 18 años cuando Evangelina murió. La abuela y el abuelo conversaban con una señora que nunca conoció pero que había visto en fotos sepia, era la bisabuela Mirta con su moña canosa y muy templada.

De repente se quedaron callados, volteando uno a uno la cabeza hacia la ventanita, la miraron callados y con señas la invitaron a entrar, ella dudó, ¿podría regresar después de estar un rato con ellos?, miró hacia atrás, en la pared por la que entró estaba el mural de los tres cerditos de su preescolar, entonces, no hay regreso, pensó. ¿Qué iba a hacer Severiano cuando no la encontrara? ¿Sería capaz de descubrir este mundo de cosas perdidas?

Empujó la puerta de vaivén y en segundos la rodearon los brazos de sus seres queridos.

8 de septiembre de 2011

Haikus

Cayó la tarde
tráfico gris y niebla
sin ti, tu solo

Mis ojos lloran
como la tarde negra
tarde opaca

Pasa el tiempo
el sol sale de nuevo
no hay eternos