2 de marzo de 2015

Martes



Detuvo su carro frente al parque como todos los martes. Sintió la desolación de saber el resultado, respiró profundo, buscando en el fondo de su pecho algo de esperanza. Sabía que era inútil, aun así se bajó y caminó en dirección a la banca verde. Se sentó a la derecha, igual que ese día, ese primer día que la vio sentada sobre el pequeño montículo del rodadero.

 
Trató de parecer interesado en algo más, pero sus ojos no dejaban de buscarla. Era menuda, el pelo desordenado, algo crespo, de un café oscuro como las cortezas de los árboles que le daban sombra. Usaba un saco de botones abierto y evidentemente prestado o heredado, las mangas muy largas, el cuello mucho más grande que el de ella. La estudió desde la banca, solo aparecía los martes. Él, en cambio, paraba a diario en el parque, siempre a la misma hora, para cargarse del cantos de los pájaros, del sonido del viento meciendo las ramas, antes de sumergirse entre los gritos de los obreros y el ruido de las grúas de la construcción.

Fue un 15 de marzo, lo recordaba bien porque ese día pagaba la nómina. Se sentó en la banca y la vio entrar al parque, pero en lugar de caminar hacia la pequeña montaña, caminó directamente hacia el lugar en el que estaba sentado.
-          Hola – le dijo con su voz de niña.
-          Hola – contestó él sorprendido, tantos días de verla, de analizarla, de revisarla, de admirarla y nunca esperó hablar con ella.
-          ¿Vives cerca? Le preguntó mirándolo con sus ojos oscuros de largas pestañas.
-          No, trabajo en la obra de enfrente, soy arquitecto.
-          Yo te he visto, ese carrito es el tuyo ¿cierto?
-          Si, el blanco.
-          ¿Qué carro es?
-          Un Ford Fiesta.
-          Ah, como el de la canción “en un Ford Fiesta blanco y un jersey amarillo” – canturreó.
-          Y tú ¿cómo te sabes esa canción? Los Hombres G cantaban eso cuando tú seguramente no habías nacido.
-          Es que Juan tiene todos sus discos.

El sintió un frio que le subía por la espalda, no le importaba, seguro que no, pero existía un Juan ¿sería su novio?

-          ¿Y Juan es? – preguntó indiferente
-          Mi hermano – respondió ella mirando hacia los rodaderos.
-          ¿Te lleva muchos años tu hermano?
-          Muchos ¿viste que pintaron los rodaderos?

Hablaron por un buen rato, hasta que se hizo evidente el ruido de la construcción y él tuvo que despedirse, lo esperaban sus empleados.

Hablar con ella los martes se volvió rutina, ella parloteaba cosas sin importancia, también cosas íntimas, pero ninguna aportaba datos sobre quién era. Le contó por ejemplo que sabía en qué momento sacar un huevo del agua hirviendo y que le quedara melcochudo sin contar con un reloj; o que le encantaba el arequipe con leche condensada. Pero si él preguntaba datos específicos como con quién vives o qué haces, ella empezaba a hablar de mil cosas con la mirada clavada en el rodadero.

Con la espontaneidad de ese primer martes en que le habló, con esa misma, un martes lo besó. Él se debatía entre la curiosidad que le causaba, el deseo que se encendía, la carnosidad de esos labios que hablaban sin parar y la angustia de no tener idea de si era al menos mayor de edad. Con esa manera de evadir las preguntas importantes, él no lograba descifrar que edad podía tener ella, el cuerpo menudo no daba pistas, la ropa grande no ayudaba, la voz de niña lo angustiaba, la forma de besar tan sensual, tan experta lo desconcertaba. Vivía la semana entera por los besos de los martes, trabajaba distraído imaginando qué más podría ofrecer esa boca apasionada con dientes grandes de niña. Moría por tocarla, pero en ese parque tan concurrido, tan iluminado por el sol de la mañana era imposible. Eso sumado al temor de la diferencia de edades lo acobardaba. Si ella llegaba a los diez y ocho, él le llevaba algo más de veinte.

Intentó invitarla a salir un par de veces, a encontrarse en otro lugar, pero como con las preguntas, ella de inmediato cambiaba el tema desviando la mirada.

Era un martes importante, acababan de consignar el aporte de socios al proyecto, ese día pasaban de la excavación a la construcción. Se levantó radiante, quería contarle, desde que la conoció tenía con quien compartir las novedades. Se sentó en la banca a esperarla con un tarro de arequipe y una lata de leche condensada. La vio entrar, al principio solo detalló sus ojos, lo enfrentaba con el ceño fruncido, disgustada, más bien amenazante. Él se puso de pie, con sus regalos en las manos y algo como un resorte lo devolvió a la silla al observar el carrito que ella empujaba, un cochecito de bebé, a su lado, aferrada al coche caminaba una niña pequeña de pelo café oscuro como la corteza de los árboles. De la otra mano de la niña un hombre, un tipo alto de unos cuarenta años.

El impacto lo inmovilizó, entonces recordó la única conversación en la que supo algún dato de su vida, el día que nombró al hermano muy mayor. Seguro eran los hijos del hermano, respiró de nuevo, la sonrisa le volvió a la cara.

Le duró poco. Mientras la pequeña niña se lanzaba por el rodadero, el tipo alto se acercó a ella y la besó en la boca, poniéndole descaradamente una mano en el trasero. No pudo soportarlo más, se alejó del parque enfurecido, indignado, desolado, amargado.

El martes siguiente su carro se detuvo frente al parque, como si tomara decisiones propias, arrancó furioso sin siquiera mirar hacia la banca o el rodadero. Sufrió toda la semana, debía existir una explicación, sería víctima de un matrimonio infeliz, estaría con ese tipo por plata, debía haber un error, conocerla fue un error. Desamparado regresó el martes siguiente y el miércoles y toda la semana y una más. Pero no volvió a verla.

Ella no volvió y él, sentado en la banca de siempre, se sintió un poco como el perro que esperó en la estación a su dueño hasta que se compadeció de él la muerte.