Primero el frío la necesidad de
sacarlos rápidamente, luego un poco de dolor, bueno tal vez dolor no es la
mejor palabra, una sensación incómoda, cercana a eso, y la voluntad de dejarlos
ahí, un hormigueo, mejor un cosquilleo y se hace un poco más soportable, entonces
el organismo se acostumbra y la mente deja de fijarse en eso para dedicarse a
divagar.
Frente a mí el bosque con árboles danzando al ritmo del viento, entonando
sus “ues” de película de miedo, ¿es en realidad un bosque? No se parece a la
imagen de bosque de los libros de pinos ordenados con sus copas parejas y los
troncos desnudos produciendo ramas, todas de la misma altura, no, no es un
bosque cuadriculado y simétrico, es una fiesta de vegetación desigual, troncos
gruesos abrazados por otros reptantes y parásitos, barbas de San José que se
descuelgan a destiempo, arbolitos desnutridos de pocas hojas, otros gigantes
que se adivinan por la sombra inmensa que producen, arbustos tupidos, algunos
espinosos, hojas cubriendo el suelo tan disimiles como sus donantes unas
rojizas otras verdes muchas amarillas.
Un temblor, a pesar del algodón el
viento me llega a la piel y me recuerda los pies que ya casi no siento,
entonces los miro como para estar segura de que aun están ahí, el brillo del
sol haciendo colores sobre el agua y mis piernas pálidas por la distorsión, mis
dedos cortos y redondos, las uñas burdas donde se termina la delicadeza de cada
uno, más abajo las piedras, tan resignadas a esa vida de dejar pasar, solo
están ahí, solo permanecen, acariciadas por el agua cristalina o mugrienta, por
jabón o sangre y ellas allí calladas, impávidas, aterradoramente impávidas, tan
cantos, tan rodadas, entonces pienso en mí, en mi vida de dejar pasar, tan
resignada, tan impávida, tan canto, tan rodada.
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