Ver una hoja en blanco era una tentación, escondía
los cuadernos como un alcohólico sepulta sus botellas, con la intensión de no
necesitarlos, con la convicción de no poder dejarlos.
Arrumaba las palabras sin renglón de por medio, sinespacios,servíaelrespaldodelosrecibos,el
soportedecartóndeloscalendarios,lasservilletas,elplacerinagotable del papel
higiénico, aunque fuera muy difícil escribir en él.
Todo era válido, todo servía para una historia, las
de recibos se limitaban a un par de líneas, las de los rollos de papel de baño
eran para novelas cortas. Sabía que era un vicio y apelaba al buen juicio para
dejarlo, se obligaba a gastar las pocas horas que tenía libres viendo el
paisaje o frente al televisor, sin esferos o lápices cerca para evitar
tentaciones. Se imponía horas de caminata sin su billetera a la mano para no
terminar escribiendo en las tarjetas de presentación o en el dinero.
Algunas veces se creía curado y pasaba dos o tres
días sin atacar los pequeños márgenes de las páginas del directorio, pero todo
era en vano. Tras esos días de autocontrol venían las recaídas. Con síndrome de
abstinencia buscaba los cuadernos guardados, las hojas con publicidad que
encontraba bajo las puertas. Las devoraba con su pluma en medio de los temblores
de la fiebre. Solo eso le proporcionaba algo de calma, un poco de sosiego a los
estertores de la abstinencia.
Luchaba, adivinaba su rostro en el reflejo de los
ventanales y le asustaba su apariencia de ojos desorbitados. No tenía remedio,
no había salida. Tras los ataques de diez o veinte mil palabras dormía
profundamente, los cientos de letras le daban la calma que tanto anhelaba. Esa
semana fue especialmente dolorosa, prestó guardia durante casi catorce
interminables horas, de pie, llenando su cabeza de giros inesperados, de
finales inconclusos y sin ninguna posibilidad de ponerlos en papel. Con su bota
quiso escribir en la suciedad del suelo algunas letras, pero cuando perdía la
posición de firmes, escuchaba el grito del sargento que lo regresaba a su
lugar. Le sudaban las manos, la tensión en el cuello le producía dolor. Era
imperativo un desahogo, sus dedos hormigueando y con vida propia, tomaban la
posición que sostiene la pluma. Sudaba, escuchaba a los pulmones trabajar a
toda velocidad, sentía como el desmayo ofrecía sus brazos deseosos.
El turno terminó a las dos mil trescientas horas,
caminó hacia las barracas en lucha a muerte con sus manos y su cerebro que
reclamaban a gritos un trozo de papel. Desfallecía, ese era el fin, la vida se
reducía a convertir en letras todas sus ideas.
La brillante mañana empujó al cabo primero al Toque
de Diana, pero al acercarse a la pared a recoger su corneta notó algo, como
líneas en el muro. Corrió la cortina para ver mejor y de inmediato buscó al
sargento, algo terrible había ocurrido, varios llegaron al tiempo a corroborar
lo que decía el soldado, incluyendo a un coronel que a esa hora empezaba su
jornada.
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