Me encontraba de visita en la rustica cabaña de vacaciones
de mi tía Inés. Era un día lluvioso en el que a pesar del clima salí a dar un
paseo por la playa que encontré sucia y salpicada de restos dejados ahí por la
tempestad de la noche anterior. Al regresar a la casa vi, sobre la mesa de
centro, la piel estirada de una gran culebra, di un salto hacia atrás, luchando por que no se notara mi perturbación ante un pedazo de animal que
estaba obviamente muerto.
- Es una culebra de monte oscuro – dijo la tía Inés –antes
había por montones – y noté en su voz una cierta nostalgia mientras pasaba su
dedo placenteramente por la piel rugosa.
- Cuando los primeros pobladores de esta isla exploraron la
montaña que hay en el centro, las encontraron, eran culebras de gran tamaño a
las que sin miedo alguno les aplastaban la cabeza, arrancaban la piel y la
traían como trofeo a las aldeas. Usualmente el más aguerrido era el que
adornaba su choza con la piel más larga.
Yo miraba incrédulo, la piel abierta y gris que ocupaba casi
el largo de la mesa y seguía sin entender que ella la acariciara como si fuera
una seda fina en lugar de una escamosa tira de cuero.
Ya quedan pocas, la mayoría pequeñas, aparecen cerca a la
playa después de las tormentas, buscando las huellas de los depredadores que
casi las exterminaron. Dice la leyenda que son muy inteligentes y que trabajan
en grupo. Cuando logran atrapar un humano, las pequeñas como ésta, lo envuelven
con sus cuerpos asfixiándolo lentamente, otras se adentran en la selva para dar
aviso a la gran culebra de monte oscuro que repta desde su escondite en lo más
profundo de la selva, para alimentarse del humano atrapado. No lo hace por la
carne del hombre, lo hace por venganza al ver diezmada su familia. Es por eso
que hoy, para cerrar el círculo vicioso, los pescadores, cuando encuentran una
alejada de su grupo, la matan aplastándole la cabeza. Ya no las llevan a las casas,
porque según lo que contaban los mayores, las hermanas de la culebra buscan por
el olor el cuerpo, iniciando así su cacería contra el humano que se atrevió a
matarla, entonces, llegan en grupo a buscarlo.
-¿ Y qué haces con esa piel aquí? – le pregunté alarmado
- Martín por favor, esa es una leyenda – me respondió
torciendo la boca
Esa noche, toqué curioso la piel y sentí un escalofrío
pensando en lo angustiosa que debe ser la muerte por asfixia. Nos quedamos
leyendo hasta tarde en las hamacas que cuelgan bajo el techo de la entrada de la
cabaña. Cerca a la media noche empezó a llover y se fue la luz.
- Ni modo, nos tocó irnos a dormir, la tormenta debió dañar
algún transformador, seguro que mañana lo reparan – dijo mi tía levantándose.
Me acosté intranquilo, mi linterna apretada bajo la cobija, casi
no logro dormirme. Debía acercarse la madrugada, cuando sentí que mi pecho no
lograba expandirse para respirar, algo me apretaba, pensé en la linterna pero
mis brazos estaban inmovilizados, quise abrir los ojos y una piel rugosa que
reptaba sobre mi rostro me lo impidió.
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