Detuvo su carro frente al parque como todos los
martes. Sintió la desolación de saber el resultado, respiró profundo, buscando
en el fondo de su pecho algo de esperanza. Sabía que era inútil, aun así se
bajó y caminó en dirección a la banca verde. Se sentó a la derecha, igual que
ese día, ese primer día que la vio sentada sobre el pequeño montículo del
rodadero.
Trató de parecer interesado en algo más, pero sus ojos no dejaban de buscarla. Era menuda, el pelo desordenado, algo crespo, de un café oscuro como las cortezas de los árboles que le daban sombra. Usaba un saco de botones abierto y evidentemente prestado o heredado, las mangas muy largas, el cuello mucho más grande que el de ella. La estudió desde la banca, solo aparecía los martes. Él, en cambio, paraba a diario en el parque, siempre a la misma hora, para cargarse del cantos de los pájaros, del sonido del viento meciendo las ramas, antes de sumergirse entre los gritos de los obreros y el ruido de las grúas de la construcción.
Fue un 15 de marzo, lo recordaba bien porque ese día
pagaba la nómina. Se sentó en la banca y la vio entrar al parque, pero en lugar
de caminar hacia la pequeña montaña, caminó directamente hacia el lugar en el que
estaba sentado.
-
Hola – le dijo con su voz de niña.
-
Hola – contestó él sorprendido, tantos días de
verla, de analizarla, de revisarla, de admirarla y nunca esperó hablar con
ella.
-
¿Vives cerca? Le preguntó mirándolo con sus ojos
oscuros de largas pestañas.
-
No, trabajo en la obra de enfrente, soy arquitecto.
-
Yo te he visto, ese carrito es el tuyo ¿cierto?
-
Si, el blanco.
-
¿Qué carro es?
-
Un Ford Fiesta.
-
Ah, como el de la canción “en un Ford Fiesta
blanco y un jersey amarillo” – canturreó.
-
Y tú ¿cómo te sabes esa canción? Los Hombres G
cantaban eso cuando tú seguramente no habías nacido.
-
Es que Juan tiene todos sus discos.
El sintió un frio que le subía por la espalda, no le
importaba, seguro que no, pero existía un Juan ¿sería su novio?
-
¿Y Juan es? – preguntó indiferente
-
Mi hermano – respondió ella mirando hacia los
rodaderos.
-
¿Te lleva muchos años tu hermano?
-
Muchos ¿viste que pintaron los rodaderos?
Hablaron por un buen rato, hasta que se hizo evidente
el ruido de la construcción y él tuvo que despedirse, lo esperaban sus
empleados.
Hablar con ella los martes se volvió rutina, ella
parloteaba cosas sin importancia, también cosas íntimas, pero ninguna aportaba
datos sobre quién era. Le contó por ejemplo que sabía en qué momento sacar un
huevo del agua hirviendo y que le quedara melcochudo sin contar con un reloj; o
que le encantaba el arequipe con leche condensada. Pero si él preguntaba datos
específicos como con quién vives o qué haces, ella empezaba a hablar de mil
cosas con la mirada clavada en el rodadero.
Con la espontaneidad de ese primer martes en que le
habló, con esa misma, un martes lo besó. Él se debatía entre la curiosidad que
le causaba, el deseo que se encendía, la carnosidad de esos labios que hablaban
sin parar y la angustia de no tener idea de si era al menos mayor de edad. Con
esa manera de evadir las preguntas importantes, él no lograba descifrar que
edad podía tener ella, el cuerpo menudo no daba pistas, la ropa grande no
ayudaba, la voz de niña lo angustiaba, la forma de besar tan sensual, tan
experta lo desconcertaba. Vivía la semana entera por los besos de los martes,
trabajaba distraído imaginando qué más podría ofrecer esa boca apasionada con
dientes grandes de niña. Moría por tocarla, pero en ese parque tan concurrido,
tan iluminado por el sol de la mañana era imposible. Eso sumado al temor de la
diferencia de edades lo acobardaba. Si ella llegaba a los diez y ocho, él le
llevaba algo más de veinte.
Intentó invitarla a salir un par de veces, a
encontrarse en otro lugar, pero como con las preguntas, ella de inmediato
cambiaba el tema desviando la mirada.
Era un martes importante, acababan de consignar el
aporte de socios al proyecto, ese día pasaban de la excavación a la
construcción. Se levantó radiante, quería contarle, desde que la conoció tenía
con quien compartir las novedades. Se sentó en la banca a esperarla con un
tarro de arequipe y una lata de leche condensada. La vio entrar, al principio
solo detalló sus ojos, lo enfrentaba con el ceño fruncido, disgustada, más bien
amenazante. Él se puso de pie, con sus regalos en las manos y algo como un
resorte lo devolvió a la silla al observar el carrito que ella empujaba, un
cochecito de bebé, a su lado, aferrada al coche caminaba una niña pequeña de
pelo café oscuro como la corteza de los árboles. De la otra mano de la niña un
hombre, un tipo alto de unos cuarenta años.
El impacto lo inmovilizó, entonces recordó la única
conversación en la que supo algún dato de su vida, el día que nombró al hermano
muy mayor. Seguro eran los hijos del hermano, respiró de nuevo, la sonrisa le
volvió a la cara.
Le duró poco. Mientras la pequeña niña se lanzaba por
el rodadero, el tipo alto se acercó a ella y la besó en la boca, poniéndole
descaradamente una mano en el trasero. No pudo soportarlo más, se alejó del
parque enfurecido, indignado, desolado, amargado.
El martes siguiente su carro se detuvo frente al
parque, como si tomara decisiones propias, arrancó furioso sin siquiera mirar
hacia la banca o el rodadero. Sufrió toda la semana, debía existir una
explicación, sería víctima de un matrimonio infeliz, estaría con ese tipo por
plata, debía haber un error, conocerla fue un error. Desamparado regresó el
martes siguiente y el miércoles y toda la semana y una más. Pero no volvió a
verla.
Ella no volvió y él, sentado en la banca de siempre,
se sintió un poco como el perro que esperó en la estación a su dueño hasta que
se compadeció de él la muerte.
Me gustó mucho, esperaba un final más sorpresivo, pero igual está muy bien escrito.
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