Escuché esto alguna vez y me
pareció muy gracioso hasta que llegó el momento de cambiar de casa y me tocó
vivirlo. Tomar una a una todas las cosas que has guardado, atesorado,
acumulado, descuidado, olvidado. Clasificarlas, envolverlas, apilarlas,
regalarlas o botarlas para poder mudarte, hace que la frase graciosa se
convierta en una realidad agobiante.
Tiene sus ventajas, lo admito.
Empiezas a encontrar cosas que ya no recordabas tener, libros sin estrenar,
cartas del pasado, cuadernos de otra época, fotos que te recuerdan que ahora
tienes menos agilidad, más kilos y más arrugas; cosas que te obligan a hacer un
recorrido y un recuento de tu vida para a la final llegar a un nuevo lugar
donde todo es diferente y nuevo aunque tenga muchos años.
Nueva vista, nuevos espacios,
nuevos cajones y entonces reorganizas tu vida esperando que ahora, con más
orden, todo sea más fácil. Ya sin cansancio, empiezas a acomodarte al nuevo
lugar para darte cuenta de que a pesar de los esfuerzos, las cosas no aparecen,
no recuerdas dónde las pusiste, te preguntas si se habrán perdido en el camino
y todo se convierte en un nuevo caos limpio y feliz. Pero al final, haces un
recuento y sin encontrar nada, abriendo tres puertas para encontrar cada cosa,
pensando dónde está el interruptor cuando necesitas prender la luz, los cambios
remueven tu vida y te llenan de nueva energía
¡Qué maravilla trastearse!
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