29 de agosto de 2017

Uno no sabe lo que tiene… hasta que se trastea.





Escuché esto alguna vez y me pareció muy gracioso hasta que llegó el momento de cambiar de casa y me tocó vivirlo. Tomar una a una todas las cosas que has guardado, atesorado, acumulado, descuidado, olvidado. Clasificarlas, envolverlas, apilarlas, regalarlas o botarlas para poder mudarte, hace que la frase graciosa se convierta en una realidad agobiante.

Tiene sus ventajas, lo admito. Empiezas a encontrar cosas que ya no recordabas tener, libros sin estrenar, cartas del pasado, cuadernos de otra época, fotos que te recuerdan que ahora tienes menos agilidad, más kilos y más arrugas; cosas que te obligan a hacer un recorrido y un recuento de tu vida para a la final llegar a un nuevo lugar donde todo es diferente y nuevo aunque tenga muchos años.

Nueva vista, nuevos espacios, nuevos cajones y entonces reorganizas tu vida esperando que ahora, con más orden, todo sea más fácil. Ya sin cansancio, empiezas a acomodarte al nuevo lugar para darte cuenta de que a pesar de los esfuerzos, las cosas no aparecen, no recuerdas dónde las pusiste, te preguntas si se habrán perdido en el camino y todo se convierte en un nuevo caos limpio y feliz. Pero al final, haces un recuento y sin encontrar nada, abriendo tres puertas para encontrar cada cosa, pensando dónde está el interruptor cuando necesitas prender la luz, los cambios remueven tu vida y te llenan de nueva energía

¡Qué maravilla trastearse!

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