4 de octubre de 2012

Canto rodado


Primero el frío  la necesidad de sacarlos rápidamente, luego un poco de dolor, bueno tal vez dolor no es la mejor palabra, una sensación incómoda, cercana a eso, y la voluntad de dejarlos ahí, un hormigueo, mejor un cosquilleo y se hace un poco más soportable, entonces el organismo se acostumbra y la mente deja de fijarse en eso para dedicarse a divagar. 
Frente a mí el bosque con árboles danzando al ritmo del viento, entonando sus “ues” de película de miedo, ¿es en realidad un bosque? No se parece a la imagen de bosque de los libros de pinos ordenados con sus copas parejas y los troncos desnudos produciendo ramas, todas de la misma altura, no, no es un bosque cuadriculado y simétrico, es una fiesta de vegetación desigual, troncos gruesos abrazados por otros reptantes y parásitos, barbas de San José que se descuelgan a destiempo, arbolitos desnutridos de pocas hojas, otros gigantes que se adivinan por la sombra inmensa que producen, arbustos tupidos, algunos espinosos, hojas cubriendo el suelo tan disimiles como sus donantes unas rojizas otras verdes muchas amarillas.
Un temblor, a pesar del algodón el viento me llega a la piel y me recuerda los pies que ya casi no siento, entonces los miro como para estar segura de que aun están ahí, el brillo del sol haciendo colores sobre el agua y mis piernas pálidas por la distorsión, mis dedos cortos y redondos, las uñas burdas donde se termina la delicadeza de cada uno, más abajo las piedras, tan resignadas a esa vida de dejar pasar, solo están ahí, solo permanecen, acariciadas por el agua cristalina o mugrienta, por jabón o sangre y ellas allí calladas, impávidas, aterradoramente impávidas, tan cantos, tan rodadas, entonces pienso en mí, en mi vida de dejar pasar, tan resignada, tan impávida, tan canto, tan rodada.

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