1 de julio de 2015

Adicción



Ver una hoja en blanco era una tentación, escondía los cuadernos como un alcohólico sepulta sus botellas, con la intensión de no necesitarlos, con la convicción de no poder dejarlos. 

Arrumaba las palabras sin renglón de por medio, sinespacios,servíaelrespaldodelosrecibos,el soportedecartóndeloscalendarios,lasservilletas,elplacerinagotable del papel higiénico, aunque fuera muy difícil escribir en él.



Todo era válido, todo servía para una historia, las de recibos se limitaban a un par de líneas, las de los rollos de papel de baño eran para novelas cortas. Sabía que era un vicio y apelaba al buen juicio para dejarlo, se obligaba a gastar las pocas horas que tenía libres viendo el paisaje o frente al televisor, sin esferos o lápices cerca para evitar tentaciones. Se imponía horas de caminata sin su billetera a la mano para no terminar escribiendo en las tarjetas de presentación o en el dinero.


Algunas veces se creía curado y pasaba dos o tres días sin atacar los pequeños márgenes de las páginas del directorio, pero todo era en vano. Tras esos días de autocontrol venían las recaídas. Con síndrome de abstinencia buscaba los cuadernos guardados, las hojas con publicidad que encontraba bajo las puertas. Las devoraba con su pluma en medio de los temblores de la fiebre. Solo eso le proporcionaba algo de calma, un poco de sosiego a los estertores de la abstinencia.


Luchaba, adivinaba su rostro en el reflejo de los ventanales y le asustaba su apariencia de ojos desorbitados. No tenía remedio, no había salida. Tras los ataques de diez o veinte mil palabras dormía profundamente, los cientos de letras le daban la calma que tanto anhelaba. Esa semana fue especialmente dolorosa, prestó guardia durante casi catorce interminables horas, de pie, llenando su cabeza de giros inesperados, de finales inconclusos y sin ninguna posibilidad de ponerlos en papel. Con su bota quiso escribir en la suciedad del suelo algunas letras, pero cuando perdía la posición de firmes, escuchaba el grito del sargento que lo regresaba a su lugar. Le sudaban las manos, la tensión en el cuello le producía dolor. Era imperativo un desahogo, sus dedos hormigueando y con vida propia, tomaban la posición que sostiene la pluma. Sudaba, escuchaba a los pulmones trabajar a toda velocidad, sentía como el desmayo ofrecía sus brazos deseosos.
El turno terminó a las dos mil trescientas horas, caminó hacia las barracas en lucha a muerte con sus manos y su cerebro que reclamaban a gritos un trozo de papel. Desfallecía, ese era el fin, la vida se reducía a convertir en letras todas sus ideas.


La brillante mañana empujó al cabo primero al Toque de Diana, pero al acercarse a la pared a recoger su corneta notó algo, como líneas en el muro. Corrió la cortina para ver mejor y de inmediato buscó al sargento, algo terrible había ocurrido, varios llegaron al tiempo a corroborar lo que decía el soldado, incluyendo a un coronel que a esa hora empezaba su jornada. 

Atónitos observaron la pared, en realidad era un gran muro que superaba los diez metros de largo por casi  tres de alto, blanco, o al menos fue blanco. Cuando se acercaron a detallarlo, se había convertido en una inmensa hoja que tenía escrita una historia de más de un millón de palabras.

22 de junio de 2015

Hablar de maltrato



  
Este camino de escritora, que lleva poco tiempo siendo de conocimiento general, pero años creciendo en silencio, me ha dado la satisfacción de poder enfrentarme con el público. Muchas veces con personas que han leído mi libro, otras con personajes que se acercan curiosos a preguntar de qué se trata. 

En ambos casos, al tocar el tema de ¨Donde guardas tus miedos¨, surge la pregunta de ¿por qué hablar de maltrato? 

Es increíble que, siendo un tema tan impactante y de consecuencias tan desastrosas para las mujeres que lo sufren y sus familias, siga ocurriendo a diario y lo sigamos viéndolo como algo normal. Las frases con las que hemos sido criados como “hay que sacrificarse para conservar la familia unida”, “un niño debe criarse con papá y mamá”, “él va a cambiar” o “él no es así”,  condenan a las mujeres formadas bajo esos parámetros, que creen que  si sus madres o sus hermanas han pasado por eso, ellas también deben “aguantar”.

La falta de conceptos claros acerca de lo que es el amor, de lo que es necesario hacer para conservar una familia unida, de lo que está bien o mal dentro de una relación de pareja, pero sobre todo la falta de amor propio, hace que muchas mujeres vean temas de maltrato como comportamientos normales por parte de su pareja o de los hombres con los que se relacionan.

No podemos permitir que se perpetúe el problema, criando hijas sumisas que acepten las realidades de sus madres y las repitan en sus hogares cuando llegan a la adultez, en mi libro Adriana sufre el abandono de su esposo y debe criar sola a sus hijos y aunque teme que la historia se repita, no hace nada por evitarlo. Debemos capacitarnos para educar hombres y mujeres con una alta autoestima, que aprendan desde pequeños a respetarse y respetar a los demás, que no permanezcan callados frente a los comportamientos de maltrato hacia ellos o hacia las personas que los rodean, que nuestras mujeres se valoren y entiendan que aunque es importante que los hijos tengan un padre, no cualquiera puede ocupar ese espacio. Alguna vez escuché que tener un piano en la casa no te hace pianista, eso aplica perfectamente para esas familias en las que el padre está ahí, de cuerpo presente, pero no se preocupa de ser padre, no le da a los hijos la importancia que merecen, no valora a su esposa, no invierte su tiempo en construir una relación sana de familia. Duerme en la casa, comparte el espacio, seguramente provee estabilidad económica, pero como el piano, si no ha cimentado una relación de afecto responsable, no es pianista.

2 de marzo de 2015

Martes



Detuvo su carro frente al parque como todos los martes. Sintió la desolación de saber el resultado, respiró profundo, buscando en el fondo de su pecho algo de esperanza. Sabía que era inútil, aun así se bajó y caminó en dirección a la banca verde. Se sentó a la derecha, igual que ese día, ese primer día que la vio sentada sobre el pequeño montículo del rodadero.

 
Trató de parecer interesado en algo más, pero sus ojos no dejaban de buscarla. Era menuda, el pelo desordenado, algo crespo, de un café oscuro como las cortezas de los árboles que le daban sombra. Usaba un saco de botones abierto y evidentemente prestado o heredado, las mangas muy largas, el cuello mucho más grande que el de ella. La estudió desde la banca, solo aparecía los martes. Él, en cambio, paraba a diario en el parque, siempre a la misma hora, para cargarse del cantos de los pájaros, del sonido del viento meciendo las ramas, antes de sumergirse entre los gritos de los obreros y el ruido de las grúas de la construcción.

Fue un 15 de marzo, lo recordaba bien porque ese día pagaba la nómina. Se sentó en la banca y la vio entrar al parque, pero en lugar de caminar hacia la pequeña montaña, caminó directamente hacia el lugar en el que estaba sentado.
-          Hola – le dijo con su voz de niña.
-          Hola – contestó él sorprendido, tantos días de verla, de analizarla, de revisarla, de admirarla y nunca esperó hablar con ella.
-          ¿Vives cerca? Le preguntó mirándolo con sus ojos oscuros de largas pestañas.
-          No, trabajo en la obra de enfrente, soy arquitecto.
-          Yo te he visto, ese carrito es el tuyo ¿cierto?
-          Si, el blanco.
-          ¿Qué carro es?
-          Un Ford Fiesta.
-          Ah, como el de la canción “en un Ford Fiesta blanco y un jersey amarillo” – canturreó.
-          Y tú ¿cómo te sabes esa canción? Los Hombres G cantaban eso cuando tú seguramente no habías nacido.
-          Es que Juan tiene todos sus discos.

El sintió un frio que le subía por la espalda, no le importaba, seguro que no, pero existía un Juan ¿sería su novio?

-          ¿Y Juan es? – preguntó indiferente
-          Mi hermano – respondió ella mirando hacia los rodaderos.
-          ¿Te lleva muchos años tu hermano?
-          Muchos ¿viste que pintaron los rodaderos?

Hablaron por un buen rato, hasta que se hizo evidente el ruido de la construcción y él tuvo que despedirse, lo esperaban sus empleados.

Hablar con ella los martes se volvió rutina, ella parloteaba cosas sin importancia, también cosas íntimas, pero ninguna aportaba datos sobre quién era. Le contó por ejemplo que sabía en qué momento sacar un huevo del agua hirviendo y que le quedara melcochudo sin contar con un reloj; o que le encantaba el arequipe con leche condensada. Pero si él preguntaba datos específicos como con quién vives o qué haces, ella empezaba a hablar de mil cosas con la mirada clavada en el rodadero.

Con la espontaneidad de ese primer martes en que le habló, con esa misma, un martes lo besó. Él se debatía entre la curiosidad que le causaba, el deseo que se encendía, la carnosidad de esos labios que hablaban sin parar y la angustia de no tener idea de si era al menos mayor de edad. Con esa manera de evadir las preguntas importantes, él no lograba descifrar que edad podía tener ella, el cuerpo menudo no daba pistas, la ropa grande no ayudaba, la voz de niña lo angustiaba, la forma de besar tan sensual, tan experta lo desconcertaba. Vivía la semana entera por los besos de los martes, trabajaba distraído imaginando qué más podría ofrecer esa boca apasionada con dientes grandes de niña. Moría por tocarla, pero en ese parque tan concurrido, tan iluminado por el sol de la mañana era imposible. Eso sumado al temor de la diferencia de edades lo acobardaba. Si ella llegaba a los diez y ocho, él le llevaba algo más de veinte.

Intentó invitarla a salir un par de veces, a encontrarse en otro lugar, pero como con las preguntas, ella de inmediato cambiaba el tema desviando la mirada.

Era un martes importante, acababan de consignar el aporte de socios al proyecto, ese día pasaban de la excavación a la construcción. Se levantó radiante, quería contarle, desde que la conoció tenía con quien compartir las novedades. Se sentó en la banca a esperarla con un tarro de arequipe y una lata de leche condensada. La vio entrar, al principio solo detalló sus ojos, lo enfrentaba con el ceño fruncido, disgustada, más bien amenazante. Él se puso de pie, con sus regalos en las manos y algo como un resorte lo devolvió a la silla al observar el carrito que ella empujaba, un cochecito de bebé, a su lado, aferrada al coche caminaba una niña pequeña de pelo café oscuro como la corteza de los árboles. De la otra mano de la niña un hombre, un tipo alto de unos cuarenta años.

El impacto lo inmovilizó, entonces recordó la única conversación en la que supo algún dato de su vida, el día que nombró al hermano muy mayor. Seguro eran los hijos del hermano, respiró de nuevo, la sonrisa le volvió a la cara.

Le duró poco. Mientras la pequeña niña se lanzaba por el rodadero, el tipo alto se acercó a ella y la besó en la boca, poniéndole descaradamente una mano en el trasero. No pudo soportarlo más, se alejó del parque enfurecido, indignado, desolado, amargado.

El martes siguiente su carro se detuvo frente al parque, como si tomara decisiones propias, arrancó furioso sin siquiera mirar hacia la banca o el rodadero. Sufrió toda la semana, debía existir una explicación, sería víctima de un matrimonio infeliz, estaría con ese tipo por plata, debía haber un error, conocerla fue un error. Desamparado regresó el martes siguiente y el miércoles y toda la semana y una más. Pero no volvió a verla.

Ella no volvió y él, sentado en la banca de siempre, se sintió un poco como el perro que esperó en la estación a su dueño hasta que se compadeció de él la muerte.

18 de febrero de 2015

Lo amoroso y lo detestable de las redes sociales


Las redes sociales se han convertido en una realidad que lo invade todo y como todo tiene muchas cosas positivas y también muchas negativas. Para una persona de última generación, entender las maravillas de las redes no es fácil, nacieron con ellas y les parece que es lo normal, nunca van a concebir que hace unos años, encontrar a una persona con la que se ha perdido el contacto se limitaba a una búsqueda en las páginas blancas, que podía complicarse si el buscado era de apellido Rodríguez y empeoraba si se llamaba Jorge, Jaime o María. La otra opción era buscar amigos comunes para ver si alguien tenía idea de que había pasado con el buscado.

Ahora encontrara a las amigas de colegio con las que se perdió el contacto veinte años atrás es tan fácil como recordar el nombre, aún más fácil si se recuerda el segundo apellido, se da buscar en la casilla de la lupa y listo, si hay muchos resultados posibles, se apoya uno en la foto o en la información adicional como el colegio o la universidad en la que estudió. Entonces, lo que hace tiempo era una tarea imposible, como encontrar a la que se fue del país veinte años atrás sin dejar pistas, se convierte en una búsqueda de segundos, enviar invitación y ¡charán!, en minutos puedes enterarte de que hizo esta persona en los veinte años que dejaste de verla.

Pero como todo, hay un lado bueno y otro no tan agradable, como que te enteras a diario de mil vainas que no te interesan, de otras mil que te incomodan y unas más que te pudren. Verbigracia: los fanatismos religiosos y antireligiosos, los fanatismos deportivos, los fanatismos políticos de los que defienden a un fulano corrupto y tramposo como si fuera de la familia, los apoyan a muerte, con la inocencia que da la parcialidad en la información o la ignorancia. Entiéndase, no critico los comentarios de actualidad en los temas mencionados, lo que no soporto es el tono fanático de algunos.

Los estados anímicos autocompasivos en los que sin querer las personas que los ponen están divulgando fallas internas que sería mejor dejar en la intimidad. Las cadenas, si, siguen existiendo las detestables cadenas del estilo “si no reenvías este mensaje en cinco minutos te va a partir un rayo”, “si no le envías esto a por lo menos cien personas una desgracia llegará a tu casa” etc, etc. Pero las que definitivamente me pudren son las que empiezan con un “Yo sé que no vas a compartir esta imagen porque…” “yo sé que no vas a dar like porque no quieres a los niños”, “yo sé que no vas a reenviar porque no te gustan los animales”, ¿qué sabe de mí el que creó el mensaje?, esos me enfurecen más que las llamadas al celular que empiezan con un “¿con quién tengo el gusto de hablar?” que es el preludio de una conversación de media hora en la que van a ofrecerme el crédito de mi vida.


Espero que no tomen el mensaje personal, seguramente también han tenido que lidiar con las pendejadas que yo publico y que pueden carecer de interés, pero decirlo al aire o a la hoja me permite desahogarme.