23 de junio de 2020

La princesita que quería la luna.


Esto lo escribí en 1998 y apareció en una limpieza del computador. 

Cada vez que pienso en un cuento, me convierto en la princesita que quería la luna; era una historia que hacia parte de un libro grande y pesado, lleno de cuentos, algunos de hadas, que no era para niños por su peso y tamaño, pero sí lo era por su contenido; y en la pasta, tenía un dibujito dorado (o era plateado?), que era el mismo que ilustraba el cuento, una niñita en pijama, con una coronita en la cabeza, (porque era una princesita), parada de puntitas sobre el techo de una torre, que estiraba sus bracitos para poder alcanzar la luna, una luna delgada y melancólica, que se balanceaba en el cielo, ajena a los llantos de la princesita que no lograba alcanzarla.

No he podido nunca recordar el cuento, mucho menos el final, solo sé que en mi libro, sin importar a qué hora lo viera, siempre iba a encontrar a la pobre princesita llorando por su lejana luna.
Y algunas veces siento que soy eso, una princesita inconforme, que tiene todo lo que las demás niñas (que no son princesitas) pueden soñar, y que a pesar de eso, busco un imposible, para que mi llanto tenga algún motivo, una luna inalcanzable, una estrella brillante, cualquier cosa que justifique (aunque sea de mentiritas), una tristeza que ni siquiera yo logro explicar.


¿Sera normal, será que me escapé de la caratula de un viejo libro, y que estoy condenada a llorar por la luna, será que me acerco a la menopausia precoz, será que debo buscarme un buen psicoanalista que me cobre $50.000 por sesión?, ¿o me servirá otra vaciada gratis de alguien que me quiera par que se me quite la pendejada?

16 de junio de 2020

Punto de vista


Siempre había disfrutado su ventana, mirar por su ventana, abrir su ventana en las mañanas y dejar que el aire frío invadiera y limpiara su cuarto. Correr la cortina para dejar que la luz del sol calentara la mitad de su cama y una parte del tapete. Siempre había disfrutado asomarse un poco y ver a lo lejos el tráfico y la gente, los buses repletos de personas mal encaradas. Siempre había agradecido el estar observando desde lo alto la congestión y una que otra pelea de los peatones con los oficinistas que pasaban por el andén en sus bicicletas. Respiraba profundo y agradecía al cielo no tener que ser uno de esos oficinistas apurado en su bicicleta o una de esas mujeres apretujadas en el bus.

Pero ese día abrió de mala gana su ventana, afuera no había tráfico, ni buses, ni oficinistas. El aire que entraba era más limpio pero ya no la emocionaba, estar dentro ya no era una bendición, se había convertido en una obligación y eso, eso no lo soportaba.

7 de enero de 2020

Reflexiones de Año Nuevo


Andar por la vida es como manejar por Bogotá, le dan a uno un cursito básico (al menos los que nos preocupamos por tomarlo) y salimos a la calle a practicar: embrague, primera, freno, mirar para un lado, arrancar despacio. Así como cuando somos jovencitos y todo es nuevo y todo nos asusta, vamos andando, vamos cogiendo práctica y nos atrevemos a acelerar cuando vemos una vía sin desocupada, nos metemos en una relación o conseguimos un préstamo, entonces, cuando todo se ve bien, de la nada nos sale un camión, nos invade el carril y tenemos que frenar intempestivamente para no estrellarnos. Quedamos con el corazón en la mano, al borde del infarto, mientras el camión se pierde tranquilamente en la distancia. El camión podría ser nuestra primera decepción amorosa o perder el empleo cargando encima tremenda deuda. Y así, seguimos por la vida queriendo avanzar y esquivando conductores que no aprendieron a manejar sus vidas o a otros que manejan tan mal que hay que darles espacio para evitar que nos estrellen.


De vez en cuando también nos fallan los reflejos y terminamos con la vida abollada por uno de esos mal intencionados, por uno que va distraído haciendo daño o simplemente porque creemos que ya dominamos el arte de andar por la vida y nos distraemos.

Entonces ¿cuál es el éxito en la vía/vida? En estos años que llevo manejando la mía, he aprendido que no importa cuánto cuidado tengas, mientras manejes existe siempre el riesgo de que le pase algo a tu andar. Que te cierren, que te rayen, que te toque frenar de improviso y te quedes sin aire, que de alguna forma te afecten los demás conductores o que simplemente caigas en un hueco y se te dañe un eje. 


Hasta estando parqueado, en total tranquilidad y sin acercarte a los demás, te puede caer un ladrillo en el capó. Esa es la vida, hay que saber conducirla, aprender a ser cada vez más previsivo, andar por el carril propio y guardar una buena distancia para poder contar con el espacio suficiente para evadir a los que se creen Montoya o a los que no han aprendido a cambiar de carril, pero siendo conscientes de que mientras estés vivo, siempre vas a tener a tu alrededor peligros que pueden afectar tu vehículo. 


Dediquemos este año a consentirlo, una buena lavada de conciencia, una polichada de comida sana, una reparadita de motor haciéndonos exámenes para controlar el colesterol y los triglicéridos. Dediquemos tiempo y dinero a nuestra nave y no olvidemos afinar los frenos para tener con qué reaccionar cuando sea el momento.