Siempre había disfrutado su ventana, mirar por su ventana,
abrir su ventana en las mañanas y dejar que el aire frío invadiera y limpiara
su cuarto. Correr la cortina para dejar que la luz del sol calentara la mitad
de su cama y una parte del tapete. Siempre había disfrutado asomarse un poco y
ver a lo lejos el tráfico y la gente, los buses repletos de personas mal
encaradas. Siempre había agradecido el estar observando desde lo alto la
congestión y una que otra pelea de los peatones con los oficinistas que pasaban
por el andén en sus bicicletas. Respiraba profundo y agradecía al cielo no
tener que ser uno de esos oficinistas apurado en su bicicleta o una de esas
mujeres apretujadas en el bus.
Pero ese día abrió de mala gana su ventana, afuera no había
tráfico, ni buses, ni oficinistas. El aire que entraba era más limpio pero ya
no la emocionaba, estar dentro ya no era una bendición, se había convertido en
una obligación y eso, eso no lo soportaba.
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