Llegaste con tu hermosa cara de
conquistador a mi escritorio, yo puse mi mejor cara de indiferencia ante tu
visita, del bolsillo de la camisa en el que viajaban toda la mañana los
papelitos que dejabas en mi puesto cuando yo no estaba, esos que mandabas
timbrar con tu nombre al final de la hoja y que escondías en ese bolsillo para
que quedaran impregnados con tu olor, de ese mismo bolsillo sacaste algo, como
mago sacando un conejo de su chistera. Esta vez el papelito tenía profundidad,
qué digo, no era un papelito, era una bolsita, un sobre, un qué se yo de papel
con un borde en zigzag, que a la final también estaba impregnada de tu aroma,
de tu olor a hombre recién bañado, de tu perfume elegante comprado fuera.
Con tu pase de mago la sacaste y
me la acercaste, yo no quería, pero mi brazo, que como el resto de mi cuerpo se
manda solo, se alargó para que mi mano la atrapara, era eso, una simple bolsita
blanca, mis ojos curiosos se adentraron en ella, ellos también ignoraron mi
impulso de no verte, de no dejarse hipnotizar por tus pequeñas pupilas rodeadas
de ese color azul, verde, gris indescifrable. Al entrar en la bolsita se
encontraron con unos aretes “plata de ley” dijiste, peruana, mexicana, ya no lo
recuerdo. La figura era un rostro, en realidad dos, bueno uno que cubría al
otro, una máscara frente a un rostro sostenido por una mano sin dueño. Me
intimidó un poco, me recordó el teatro, las típicas máscaras sonrientes, pero
estas no sonreían, estaban serias, los ojos inexpresivos, la nariz muy recta,
aun así me encantaron, que más podría pasar con algo que saliera de tu camisa,
me los puse feliz y me sentí afortunada, evadirte no servía, entonces solo me
quedaba disfrutarte, alegrarme por los instantes en que esa mirada era solo mía,
inocente los usé.
Y no me di cuenta de que los aretes eran una
representación de lo que tú eras: una cara escondida tras una máscara…
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